Siempre digo que la moto nos hace llagar todo nuestro entorno con mucha más intensidad, que nuestras vivencias sobre una moto cobran una fuerza inusitada; que sentir un paisaje, un rincón, un paraje desde una moto te lleva a vivirlo con una emoción que no imaginas desde otro medio moderno de viaje. En definitiva: Que la moto nos lanza la vida a bocajarro, y que ése es uno de los principales atributos por los que nos mantiene atrapados en su seno, a ti lector y a un servidor, como apasionados prisioneros. Pero la fuerza, la intensidad con la que nos traspasan todas esas sensaciones tras el manillar de la moto, muchas veces no se disipan al bajarse de ella, sino que crean otras nuevas vivencias, diferentes, por puro efecto de reacción. Algunas de esas sensaciones de rebote son más fuertes, o incluso más penetrantes y trascendentales que las que acabamos de experimentar conduciendo. Este relato es un vivo ejemplo de ello.
Viene como continuación de este relato anterior
Sorprendido como pocas veces, pero sin dejar a un lado mi aturdimiento, sin haberme zafado de mi desorientación geográfica, puse rumbo a lo que creí el Norte francés, en busca de algún hito para localizarlo en el mapa y tomar, de una vez por todas, una visión panorámica sobre cuál era mi latitud y cuál mi altitud. Por fin, en la enésima rotonda, encontré un indicador con tres letras providenciales y una distancia muy asequible:
Pau 50 km.
Detuve la magnífica Ducati Multistrada y apagué el motor, del que se desprendía el mismísimo infierno desde primera hora de la mañana. Consulté el reloj:
Las cinco de la tarde, sin comer y con el gemelo roto, reventado, tan sólo día y medio antes. Buen momento para contener la desesperación, para apartarme de la sensación desoladora que me acechaba desde hacía horas, y centrarme en buscar una salida con mesura y sin precipitación. Y así abrí el mapa.
Volver a la cordillera e internarme en sus simas más profundas, entre las paredes más altas que hacen de flanco a sus carreteras, era una aventura sin sentido, que me llevaría a una jornada interminable y que me entregaría de madrugada en el destino donde me estaban esperando, con un compromiso profesional de por medio. Algo de todo punto inconcebible. No me quedaba otro remedio que abortar la travesía a lo largo del Pirineo oscense y de Roncesvalles. En su lugar, tendría que tomar la ruta más rápida y más aburrida; y hacia a ella apunté la proa de la Multistrada; pero antes de alcanzarla, todavía me tocaría pasar por una interminable gincana de más de 80 kilómetros, donde las rotondas marcaban un ejercicio machacón, ralentizando la marcha hasta hacer su paso casi insoportable. Francia, desde luego, es el país de las rotondas y deja sin sentido cualquier queja por abuso de ellas que mostremos aquí, cuando allí puedes sentirte cruzando una nación entera, rotonda a rotonda.
Encontré por fin los primeros indicadores de la autopista, mostrando destinos como Burdeos o Bayona. Aquello fue como ver la luz en medio del mar de tinieblas en el que llevaba sumergido más de cuatro horas. Pero no podía ser todo tan fácil, y aún tuve que pasar cien rotondas más a lo largo de unos cuantos kilómetros, en los que no dejé de sentirme como el burro persiguiendo a la zanahoria.
Cuando por fin entré en la autopista, sentía estar al borde de mis fuerzas, y me creí ya agotado; sin embargo, la resistencia del ser humano va mucho más allá de lo imaginable cuando la estira su mente, y sobre todo cuando la da de sí su voluntad impulsada por el instinto de supervivencia. Por ello, la psicología del motorista viajero y solitario debe de ser, forzosamente, férrea y aguerrida como pocas.
Al encarar la vía rápida, acoplé el pie derecho entre las dos estriberas, tratando de dar un respiro a mi pierna, y que la hinchazón de la pantorrilla no fuera a más. El calor, sofocante, no ayudaba nada, y atravesando el Sur de Francia a 130 por hora, se sentía como el impacto de un lanzallamas sobre el físico del sufrido motorista. Tras un trayecto que sentí interminable, en el que el esfuerzo mental para vencer aquellas circunstancias me levantó incluso un dolor de cabeza, alcancé la zona cantábrica y poco más tarde, la frontera, después de que se hiciera esperar mucho más de lo que recordaba; y es que los deseos de llegar para aplacar el cansancio, el hastío y la falta de fuerzas, dilatan las distancias hasta convertirlas, a veces, en inalcanzables.
Al entrar en la Península, busqué el primer área de servicio con el apremio que imponían mis necesidades menores, reprimidas desde hacía ya demasiado tiempo. Me detuve en la primera, enorme, gigante, y concurrida como un aeropuerto de tránsito el primero de agosto. Nómadas estivales con africanos destinos, sufridos transportistas y los turistas, que como una plaga, se congregaban en multitud para hacerme ver con su entrar y salir, como de un hormiguero, lo duro y marginal que puede resultar el viaje del motorista solitario: Tendría que pasar al excusado con la bolsa sobre depósito bajo un brazo y con el casco bajo el otro; todo ello caminando más que cojo, renqueante, con el traje de cordura completo, las botas y la espaldera puestos, hasta cruzar el umbral de ese lavabo, seguramente atestado, en parte encharcado y sin duda pestilente. Demasiado agravio marginal en una sola entrega. Podría aguantar unos kilómetros más y depositar una micción furtiva, animal como una marca del territorio, en cualquier cuneta al abrigo de las miradas indiscretas, atrincherando mi dignidad.
Un nudo de autovías señalizado en dos idiomas, con carteles de lectura quijotesca, por su longitud, y babélica por su discordancia, me complicaba la existencia cuando quise resolver sobre mi marcha, apresurada por el agotamiento, el complicado jeroglífico que no fue capaz de descifrar el navegador en tiempo real. Lo cierto es que viniendo de un país extranjero, si cruzas la frontera y entras en una tierra donde su gente se entiende en un idioma autóctono, lo natural sería encontrar escritos e indicadores en ese idioma, y ya me arreglaría yo para situarme. Si lo hacen en dos, y el mío va debajo, complican tanto los rótulos grandes, con media docena de destinos, que no alcanzas a leerlos; mientras que por otro lado, a los de allí, entiendo que de alguna manera faltas al respeto a su inteligencia, por escribirles dos veces lo mismo (soy nacido y vivo en Madrid). La corrección política nos lía muchas veces sin sentido. Seamos prácticos para el viajero.
Por fin salí de la encrucijada para que la carretera me llevara a una ría, con un entorno apacible que fue recibido como un bálsamo por mis sentidos, después de tantos kilómetros de asfalto, de tanto bochorno y también de tantos indicadores leídos. Pero todo crecería en intensidad, cuando apenas un momento después, una visión grandiosa cubrió por completo el panorama que se abría delante de la pantalla de la Multistrada. El Mar. El Mar llegando hasta el frente, a lo largo de una carretera que parecía, por momentos, que iba a internarse en las aguas.
Aquella visión de ensueño fue para mí como el recibimiento al expedicionario, como la bienvenida al explorador. Un regalo para los sentidos como recompensa al Linddergh agotado, lesionado y hastiado que en esos momentos palpitaba dentro de mí. Las dos playas de Gétaria, con sus curvas dibujadas por los vaivenes del Cantábrico, saludaban mi llegada, anunciando la conclusión de mi pequeña odisea, hasta que un desvío a la izquierda escarpaba la breve carretera para dejarme en mi destino final de aquel día. Apagué el motor y levanté la mirada para contemplar un rótulo metálico en relieve sobre la madera:
Me apeé de la Multistrada y ascendí los siete escalones, uno a uno, con la bolsa sobre depósito bajo el brazo y arrastrando mi patética cojera. En recepción, Ainhoa me hizo los honores, me mostró el recibidor del hotel y me describió sus servicios; pero sobre todo me relató brevemente su peculiar historia, que data nada menos que de 1951.
El agua de la ducha multichorros masajeó con energía redentora mi cuerpo escaldado por el calor, vapuleado por los kilómetros y dolorido por la lesión. Una vez limpio, fresco, y con esa flotante sensación que lleva tu cuerpo deslizando, en lugar de caminando, llegué hasta la terraza desierta, con su vista de postal cubriendo toda la perspectiva. Al sentarme, una sensación de alivio total, de relajación reparadora, comenzó a subirme desde los pies hasta la mente, dejándome en la misma entrada del placer, para que, cuando levantara la mirada, entrase de lleno en él, con una sensación de deleite que convertía todo mi cuerpo en un enorme paladar. La luz oblicua del ocaso teñía el Cantábrico con ese brillo dorado que ha inspirado tantas escenas de novelas y películas románticas. Sus aguas, apacibles en aquella tarde, se mostraban recortadas por el caprichoso trazo de la costa vasca que ponía como contraste, adentro y a fuera, el rebosante esplendor del verde que cubre toda aquella tierra. Y en la punta, el faro de Gétaria, presidiendo la postal como el vestigio decimonónico de un tiempo en el que el mar se medía con sextantes y cartas de navegación. La quietud del cuadro que tenía enfrente era absoluta, la suavidad de la temperatura me envolvía el cuerpo con la dulzura de la brisa marina, ¿y el sonido? El sonido, en aquel momento, aún no era capaz de percibirlo, quizá porque mis oídos seguían aún aturdidos por el trueno de Bolonia que había conducido durante más de once horas.
-¿Qué te apetece para cenar?
Y a continuación, Ainhoa me describió de memoria la breve pero intensa carta del hotel hasta que la interrumpí con delicadeza:
-Mira: Ahora mismo, si me sirves una piedra en el plato, me parecerá un auténtico manjar.
Se rió con la hipérbole y desapareció por mi espalda para que siguiera disfrutando del espectáculo, con sus luces, con sus colores y con sus siluetas, que me brindaba aquel rincón paradisiaco.
A los pocos minutos, Ainhoa volvió a aparecer por mi izquierda para servir sobre la mesa una bandeja de cerámica rectangular.
-Mira: Te traigo unas anchoas de Gétaria, y un bonito también hecho aquí, en Gétaria. Después te voy a traer un bacalao cocinado con tomates de esa huerta que estás viendo ahí, al lado.
Y me dejó a solas con aquella joya de la gastronomía autóctona, aquella bandeja milagrosa para un estómago entumecido, con sus jugos gástricos catatónicos, tras no sé cuántas horas sin que le hubiera caído ni una sola migaja. Ya salivando, lancé la mirada una vez más al horizonte del Cantábrico, tomé aire y la bajé para dirigirla a la bandeja, tenedor en ristre.
Con la primera anchoa en la boca, emergió un brote de emoción como la punzada de un electrodo. Con la segunda, la emoción rebosó hasta los lacrimales, dejándome a punto de montar un cuadro, una conmovedora escena. Reteniendo el ansia, saboreé la anchoa hasta que la sentí deshacerse. Fue entonces cuando decidí cambiar al bonito. Con el primer pincho, el sabor, la textura de aquel bocado, me llevó ya a un momento elevado, excelso, excitando mis papilas hasta un grado sublime. Con el segundo, sencillamente, llegó el éxtasis. Y ahí me mantuve durante los dos o tres siguientes, dejando de sentir la gravedad sobre las baldosas, levitando a un palmo de la terraza, sin dejar de perder la perspectiva paradisíaca que me brindaba aquel rincón. sobre una postal que iba perdiendo luz mientras ganaba en profundidad y trascendencia.
Ainhoa vino de nuevo, con un sigilo natural, que debía de darle su mimo profesional, seguro, pero también aquel entorno presidido por una paz que se antojaba imperturbable; y dejó un plato sobre la mesa, conteniendo el bacalao. Separé la piel de la carne, la unté bien de rojo y me llevé a la boca la primera pinchada mientras aún me sentía ingrávido sobre aquella tarima teatral sobre la que había empezado a vivir una escena onírica. La finura de aquella deliciosa carne, bañada por la dulce acidez del tomate vasco, inundó mis sentidos; y fue en ese momento, precisamente, cuando mis oídos despertaron y cuando percibí una música que dejaba sus notas flotando sobre aquel paraje. Si, era un piano que sonaba a mi espalda, interpretando la pieza más acorde con ese momento celestial que estaba viviendo: Una suite de Johann Sebastian Bach.
En ese instante, la catarsis se apoderó del presente y la realidad dejó de ser real, con la noción de los sueños difuminándose, a su vez, para dejar de tener sentido y llevarme, al fin, a la conclusión más existencial.
Me había muerto.
Efectivamente, estaba muerto, y aquella escena que se estaba recreando sobre mi consciencia era, ni más ni menos, lo que tanto hemos escuchado, de lo que tanto hemos oído hablar y sermonear desde los púlpitos de todo el mundo a los clérigos de todas las religiones. Parece mentira, me dije, después de tanto andar, de tanto escuchar rezar, e incluso de rezar yo mismo, había llegado a ello. Esto era. Sí, me sentí en el Cielo, y me disponía a que en cualquier momento apareciese La Divinidad, vestida de blanco, con unas llaves en la mano para mostrarme todo su reino.
Pero entonces unos golpes secos y estridentes llegaron hasta mi mente desde el más allá – desde el más acá, para los mortales-, cuando me llevaba a la boca el segundo o tercer trozo de bacalao. Los golpes insistieron en la puerta de mi oído, hasta que, finalmente, su molesta percusión terminó por traerme desde aquel limbo divino a la cruda realidad de un niño vecino, que hacía añicos con su impertinencia un momento absolutamente irrepetible.
*Con mi agradecimiento al Hotel San Prudentzio (Gétaria)
La noticia sobre Y al bajarse de la moto, un momento celestial es contenido original del blog de MoriwOki
No hay comentarios:
Publicar un comentario