A pesar de la polémica que ha envuelto esta edición 2016 – que merece por sí sola un reportaje aparte-, con cambio de fecha incluido, a pesar de un reglamento más restrictivo, que no ha permitido escuchar este año el trueno rotundo de la Norton Manx, que rompe el cielo con cada golpe de gas en la mano de Antonio, ni ver pasar a aquella criatura verde, fruto de una ilusión fantástica, que resultó de convertir una Sanglas 500 en una extraña moto de carreras, a pesar de que sólo pude ver la Benelli tributo a Pasolini de Alejandro dar unas vueltas, no sé si de exhibición, la carrera de La Bañeza, con su rancio sabor a una España pretérita, cuajada de carreras y carreras de motos con cada fiesta patronal de los años sesenta, ha vuelto a inspirar el siguiente texto del autor, tras su visita en esta última edición:
Calles edificadas, plazas que se adivinan, esquinas de escuadra y curvas trazadas por la mano de un jubilado delineante; tan sólo alguna caprichosa diagonal rompe una geometría tan sencilla y elemental que sería como un cuaderno de parvulario para cualquier piloto del Mundial de MotoGP.
Una carrera dentro de un Monopoly que desde fuera pudiera sugerirse como el propio juego, pero que contemplada tras la cúpula de una moto, enseña, como si de una afilada garra se tratase, su cara más intimidantoria, impensable en cualquier pista del siglo XXI.
La rotundidad de los muros, el filo de los bordillos y del poste de las señales, esperando como una porra gigantesca para sacudir al primer descuido del piloto. La cinta de plástico para contener al público y el nostálgico abrigo que evocan las balas de paja sobre las aceras. Y una estridente megafonía escalando las fachadas, con unos boxes, eventuales como la página del calendario, sobre la angostura de una calle en la que carpas y furgonetas comparten hacinadas la calzada con un público que fluye torpemente mientras contemplaba máquinas del pasado, viejas glorias de otros tiempos, con su particular orgullo local sazonado con una proverbial curiosidad.
Al apostarme en el trazado para colocar la mirada expectante apuntando a la esquina más próxima, esperando –no lo sé- quizá un coro de petardeos distorsionados o tal vez una veintena de tormentas atronando las calles y asustando a los niños. Entonces, en ese preciso momento de calma precedente al temporal, me vuelvo a dar cuenta, otro año más, de cuál es el escenario que me envuelve. Una vez más me encuentro en medio de una auténtica carrera de ferias, una de tantas que viví y en las que incluso participé hace ya no sé cuántos años.
Aquellas carreras…
La de Guadalajara, transitando por la avenida principal ; la de Benidorm, con el asombro turístico como protagonista; El Trofeo de La Línea, recorriendo las vertiginosas esquinas de un polígono industrial a medio construir; el Gran Premio de Cullera, con su público abalanzado sobre las pacas de paja, echando el aliento sobre el casco de los pilotos y con la escapatoria improvisada cada año sobre la entrada abierta al cementerio. Guadalajara, Benidorm, La Línea, Cullera… Cullera y La Bañeza.
La Bañeza, una auténtica carrera patronal en pleno siglo del cambio climático que conserva intactos todos los ingredientes que componían el motociclismo de velocidad de hace tres, cuatro y más décadas.
Una oportunidad en el mes de agosto de vivir una jornada nostálgica protagonizada por los sonidos de un pasado que sentí en los años más alocados de mi juventud. El petardeo de Ossas, Bultacos y Montesas, ha vuelto a abrir en mis ojos una vía de emoción que culmina con el bello erizado cuando penetra en mi olfato el refinado aroma del Motul o del Castrol 747.
Ya se sabe: La música y las fragancias son el único medio que nos transporta al instante en el espacio y también en el tiempo.
Después, vuelve a llegar el sonido bronco y grave de las cuatro tiempos: un mar de Ducatis monocilíndricas preparadas hasta las pestañas, con toda la evolución tecnológica actual, evolucionando dentro de los moldes más clásicos, para convertir en verdaderos pepinos aquellas motos simples, toscas y sin prestaciones que salían de la extinguida fábrica de Mototrans para avivar las ilusiones, y también los sueños, de una juventud que durante años tuvo que conformarse con lo que se hacía aquí, mientras se le caía la baba viendo la moto con la que el chico del supermercado hacía su reparto en Andorra. Ducatis monocilíndricas, revestidas de toda la sofisticación que se pueda imaginar, y algo más, para convertirlas en auténticos pepinos y llevarlas a las calles de un pueblo leonés, donde parecen encontrar su hábitat natural.
Me muevo después por el singular trazado ciudadano hasta dar con la recta de meta. Camino pasando junto a su tribuna, tan provisional como toda la feria, y llego hasta el final, que culmina en un codo abierto de izquierdas al que se llega a fondo y que exige mucho valor, un valor de otro tiempo, para segarlo con el gas abierto. Ese codo era la primera variante de una rapidísima ese en bajada con un pequeño badén que ni colocado a propósito para complicar un poco más la vida a los pilotos: Un badén en plena transición, en pleno cambio de dirección.
Contemplo de nuevo el paso del estridente coro de chicharras antidiluvianas. Arrugas cincuentonas resaltaban bajo los cascos, cuerpos redondeados por una evidente blandura y embutidos en un mono retro, con la obscenidad de alguna barriga recostada sobre el depósito. Después se abre un nuevo paréntesis de silencio hasta escucharse desde el fondo de la recta un aullido inimitable que tomaba una tonalidad estremecedora entre las casas de La Bañeza.
La nostalgia que rezuma de cada calle merece un comentario especial. Una nostalgia deportiva que flota sobre todo el circuito, que hace vibrar el corazón de cada piloto y que cada año despierta en quien firma un particular aprecio tan activo como entusiasta.
¿Alguien me presta una clásica para correr el año que viene?
La noticia sobre La Bañeza y sus carreras patronales 2016 es contenido original del blog de MoriwOki
No hay comentarios:
Publicar un comentario