Bien sabe el lector que el equilibrio dinámico constituye uno de los pilares fundamentales sobre los que se soporta la pasión que atrapa a todos los motoristas. Ese juego que hacemos manteniendo la marcha sobre el filo que definen la gravedad y la inercia nos incita y nos emociona, nos reconforta y a la vez nos llena de una inusitada vitalidad, proyecta sobre nosotros el entorno que atravesamos con una intensidad imposible de imaginar a pie, pero además de todo ello, nos invita también a vagar con la mente por los pensamientos más profundos, como, sin ir más lejos, la contemplación introspectiva de nuestro espíritu motorista.
El equilibrio, toda una vida sobre dos ruedas sintiendo su mágica ingravidez; el equilibrio sobre la ruta de asfalto y sobre el camino de tierra, el equilibrio inaudito sobre las piedras del trial y el equilibrio acrobático sobre el vacío, volando en el salto de motocross. Equilibrio dinámico, sí, sobre distintos terrenos y en diferentes escenarios, pero hablamos de un equilibrio dinámico siempre sobre el espacio. Pero, ¿y el equilibrio en moto sobre el tiempo?
Todos los motoristas lo han vivido alguna vez en el filo de la media noche, al deslizarse en vilo con sus dos ruedas por el paso de un día a otro. Es posible que fruto de la casualidad algunos hayan ido más allá del cambio de día, pasando a otra semana, o incluso a otro mes. En cuanto a un servidor se refiere, tengo que confesar al lector que en el momento de escribir estas líneas, no es capaz de recordar si vivió alguna vez en moto una de esas casualidades, es bien probable que sí, después de tantísimos kilómetros; pero, en cualquier caso y para esta vez, quien firma esta composición ha querido ir bastante más allá.
Bien, si doce meses atrás quisimos recibir las primeras horas de luz de 2.107 con el escrito El Momento inerte en el calendario, en este nuevo año hemos querido vivir en moto un equilibrio insólito sobre el tiempo. Sí, nos hemos paseado en plena Noche Vieja por las calles y avenidas de la gran ciudad durante los momentos en los que todos sus habitantes vivían el trance de las doce uvas, despidiendo un año y saludando el nuevo 2.018 que acaba de arrancar.
A decir verdad, no sé por qué, al vivir tras el manillar de una moto esos segundos cruciales marcados por las campanadas, mi memoria me trajo un recuerdo infantil, de cuando se estudiaba primaria con un solo libro, casi en la prehistoria de la educación. El caso es que la Enciclopedia Álvarez de entonces exponía de una forma muy gráfica el paso de un año a otro, y ahora, no sé por qué, como digo, la he recordado:
Se veía el dibujo de un anciano agonizante por pura decrepitud, con un rótulo debajo: 1.966; y al lado de él, un bebé radiante de entusiasmo y repleto de vida con otro número debajo: 1.967.
Sí, hace ahora 51 años, más de medio siglo, la memoria me he puesto en la mente una transparencia con ese antiguo dibujo mientras contemplaba en marcha cómo brotaban, de forma espontánea, fuegos de colores repartidos arbitrariamente por los barrios de la gran ciudad, llenando el cielo del júbilo más multitudinario que se vive a lo largo del año, precisamente el que da la bienvenida a sus primeras horas de vida.
Al conducir por cualquier calle, o al doblar la esquina menos esperada, las detonaciones sobresaltaban el paso del motorista, que sentía de repente cómo un estallido de color se abría sobre su cabeza una sombrilla gigante en la parrilla de salida, paro luego extinguirse bajo el resplandor de la luna con la misma fugacidad. El olor a pólvora llenaba las avenidas y se extendía por las aceras, creando, con cada estallido de luz, una descarga eléctrica que me alcanzaba en la moto con tal intensidad que me lanzaba en el tiempo hasta una vivencia tan indeseada como las maniobras militares sufridas en una época muy pretérita.
Verdaderamente, tuve que hacer un esfuerzo para abstraerme de aquel recuerdo que heló la noche de repente, y lo conseguí repasando en las fachadas las ventanas, ventanales y balcones, que mostraban una luminosidad delatora de la fiesta que se vivía detrás de sus cristales. Veía también cómo las gentes se lanzaban paulatinamente a la calle con una alegría contagiosa, con unos deseos de celebración que parecían haber incubado a lo largo de semanas, para estallar definitivamente en la fiesta más universal del año. Todo el mundo parecía impulsado, casi obligado a la diversión, en unos momentos tan insólitos en los últimos 365 días como los que se viven durante la Noche Vieja.
Y, efectivamente, la Noche Vieja se proyecta en marcha sobre el motorista con la misma intensidad que lo hace cualquier entorno que atraviesa con su moto. La alegría de una noche tan festiva le alcanza igualmente, y le traspasa con la misma fuerza que el intenso aroma de un pinar, la luz del fuego lejano que cubre un atardecer o el estallido de color que pinta un bosque otoñal; pero esa alegría de la Noche Vieja no le contagia, o al menos no lo hace de una forma inmediata con un deseo instantáneo de celebración; porque el motorista parece vivirla en otra dimensión, para sentirse más bien contemplándola desde la particular perspectiva que divisa en marcha sobre su moto, una perspectiva que se dibuja en plena Noche Vieja más bien como la vista desde el mirador de una atalaya extra planetaria.
Feliz 2.018.
Y gas. Mucho gasssssss
La noticia sobre La Noche Vieja en moto: Un equilibrio sobre el tiempo es contenido original del blog de MoriwOki
No hay comentarios:
Publicar un comentario