La cruda realidad es que me encuentro igual que si se me hubiera muerto un familiar, un familiar al que sentía muy próximo y que, de una forma u otra, ha estado presente en mi vida desde que tengo uso de razón, y no me cabe la menor duda de que mantendrá esa presencia hasta que, como él, abandone esta absurda existencia, tan contradictoria, que parece burlarse de nosotros con demasiada frecuencia.
Confieso al lector que me ha costado mucho trabajo escribir este editorial -ineludible en un momento tan duro-, primero por el pesar natural que sentimos todos, desde luego, pero, más que eso, por la dificultad que entraña escoger uno o dos momentos sobre los que centrar el texto. Finalmente y después de rebuscar entre tanta vivencia, he escogido dos escenas que viví junto a Él, concatenadas casi a renglón seguido dentro del mismo día. Éstas son:
Circuito de Calafat 1.979
Hace algunas semanas y después de casi cuatro décadas, volví a esta entrañable pista del sur tarraconense. Ciertamente, el trazado fue cambiado de una forma sustancial hace años, pero la parte que queda justo a la espalda de la recta permanece absolutamente intacta, con su diseño original. Así es que la reconocí de inmediato, desde la primera vuelta en la que pasé por ese tramo que siempre conocimos como “Las eses”.
Y fue al cabo de apenas unos minutos, en los que fui adaptándome al nuevo trazado, cuando me sentí por un instante trasladado a través del túnel del tiempo, hasta una tarde que ahora se me antoja del Paleolítico Superior, para revivir una secuencia exactamente en el mismo marco en el que se escenificó antaño.
Aquel día había ido a entrenar en una preparación para el segundo Critérium AGV-SoloMoto, un verdadero lujo en aquellos remotos tiempos, que con lo privativo que resultaban y las escasas que se organizaban, apenas si se podía hacer una rodada por temporada. Así es que en aquella tarde, aprovechaba la oportunidad con una Bultaco artesanal -ya saben los lectores más veteranos- construida sobre la base de un motor Pursang Mk-9, con el carburador Bing de 40 mm, lucía un escultórico tabarro forjado en Tarrasa y una preciosa cola firmada por Speed Fiber; además de ello, las estriberas de una Ducati Vento y el calzado los obligados slicks de entonces, PV11 y SC15.
Aquel día de 1.979 fue sin duda el más satisfactorio, deportivamente hablando, que viví en todos esos años; una jornada realmente inspirada, que creo no haber vuelto a tener en mi vida. Sin embargo, no fue sólo por ese aspecto por el que la conservo especialmente enmarcada para destacarla entre mis recuerdos.
Bien. Había completado diez vueltas en las que me sentí realmente pletórico, con una de ellas en un tiempo con el que después de aquel día ya sólo pude soñar: 1´21”.
Así es que volví otra vez a la pista para lanzarme en una vuelta y acoplarme bien durante la siguiente, de manera que, al arrancar la tercera, lo hice verdaderamente encendido. Salí del primer ángulo enchufado y cuando llegué a La Peraltada -viraje antesala de Las Eses-, me tiré de cabeza a por el interior de la curva, sintiendo en mi rodilla el fuego del asfalto, en una época en la que ni mi mono Mototécnica, ni los demás, conocían aún lo que eran las deslizaderas.
Me sentí realmente fuerte, exultante, casi arrollador, y de hecho, cuando levanté la moto para ir a por Las Eses, me lo dije a mí mismo dentro del casco: “Voy rápido, sí. ¡Coño, qué rápido voy!”. Y me lancé, con una tumbada bestial, a por la primera variante de ese excitante vaivén que aún hoy conserva como aquel día el coqueto circuito del litoral. Y fue allí, buscando con la moto la perpendicular al mundo entero, donde lo vi.
Llegó por mi exterior como una aparición esotérica, como si fuese por otra pista, por una vía aparte sobre la que la que parecían haber montado un raíl en exclusiva para Él. Me adelantó como si yo no estuviera allí, como si no existiera, y, no sólo eso, sino que cuando me había dejado cuatro o cinco metros atrás, al acabar el viraje y negociando el cambo de dirección, soltó la mano izquierda, estiró el brazo y encorvó la espalda, levantando la cabeza para acoplarse bien su mono verde y amarillo. Luego abrió gas al 125 de su Minarelli y simplemente se perdió hacia el segundo ángulo con ese sonido metálico, pura limpieza, que destilaba un motor pata negra de aquella época.
Efectivamente, era Él; y visto desde dentro, parecía levitar sobre la pista con esa finura de pilotaje supremo que marcaba su estilo… Y eso que, tal y como intento transmitir al lector, tan sólo iba calentando mientras que yo hacía una vuelta, la primera de aquella tarde, marcando ¡un estratosférico 1´20”!
Ése es el primer momento.
El Segundo Momento
Llegó un poco más tarde, cuando otro compañero del Critérium andaba, igual que todos los demás, remendando su moto con apaños y chapuzas. En un momento de apuro, necesitó una herramienta que ninguno teníamos, y con la naturalidad más juvenil, se acercó a los boxes de Minarelli, acotados por una cinta que restringía el paso, para preguntar allí por el útil a uno de los mecánicos. El tipo se giró y le respondió con el rictus más severo que no, que no se lo prestaría de ninguna manera. Y entonces apareció Él, desde una sombra del fondo para preguntar directamente a mi compañero:
-¿Qué te hace falta?
El chico se lo indicó y Él se volvió hacia el mecánico para ordenarle con un tono tan sencillo como imperativo:
-Déjaselo al chaval.
Un dios humano
Bien. Aquellos fueron dos momentos que perfilan lo que la figura de Ángel Nieto representó para un servidor. Por un lado, un auténtico dios dentro de la pista, contemplado desde una butaca preferente metida en el escenario, que es tal y como se percibe sobre una moto rodando en el propio circuito. Y, por otro, con ese perfil mucho más terrenal y más entrañable que siempre ofreció, particularmente a la gente de La Moto; el mismo lado humano que me mostró, con el gesto un tanto quebrado, cuando me hablaba en la densa y abundante entrevista que tuve el privilegio de hacerle en su propio museo. Sí, lo hizo sobre todo al recordar aquellos primeros meses que vivió en Barcelona, durante los que dormía en el sótano de una frutería. “Aquello fue duro”, me confió con una mirada tan amplia que parecía abarcar la inmensa escalada que protagonizó su vida hasta el momento de aquella entrevista; una mirada que llegó a conmoverme y que aún tengo grabada en la retina. Una mirada, sí, proyectada desde esos ojos pequeños, llenos de viveza, con una chispa tan vigorosa que sencillamente no me puedo creer que se haya apagado para siempre.
En aquella misma entrevista, me revelaba –burlas del destino- que ya sólo conducía una moto por Ibiza, una GS 650, entonces, y que la usaba únicamente para bajar desde su casa hasta el pueblo. Una entrevista, sí, que he estado tentado de traer por su incuestionable valor para incluirla a continuación de este sentido editorial, pero que finalmente hemos descartado por una mera cuestión de espacio.
Hablaremos más sobre Ángel Nieto en los próximos días, qué duda cabe, entre otras cosas porque aún no nos creemos que nos haya dejado.
La noticia sobre Ángel Nieto deja el vacío de un familiar es contenido original del blog de MoriwOki
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